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PRIMITIVISMO

El siglo XIX estuvo marcado por el historicismo, un período en el cual la arquitectura miraba hacia el pasado para revivir y reinterpretar estilos antiguos. Esta “batalla de estilos” incluía al neogótico, el neoclásico, el neorrománico, pero también corrientes más pintorescas y marginales que evocaban lo natural y lo originario. En este marco aparece el Primitivismo, una tendencia particular que buscaba rescatar las formas arquitectónicas más antiguas y esenciales de la humanidad. Más que un estilo en sentido estricto, el primitivismo fue una mirada romántica al origen de la arquitectura, que se expresó principalmente en ciertas tipologías características desarrolladas en jardines y parques del siglo XIX.

El Primitivismo parte de la idea de volver a lo esencial, a las primeras formas de construcción humana. Su referente teórico principal es Marc-Antoine Laugier, quien en su Ensayo sobre la arquitectura (1753) presentó la célebre metáfora de la cabaña primitiva: cuatro troncos que sostienen un techo de ramas, como el origen de toda arquitectura.

Para Laugier, “la choza primitiva es la verdadera base de la arquitectura, el primer modelo en el que se encuentran todos los principios esenciales” (1753).

En el siglo XIX, esta idea fue retomada y reinterpretada en clave romántica: se vinculó con la naturaleza, la rusticidad y el deseo de experimentar lo pintoresco.

Según Colin Rowe en Primitivismo y progreso, “la fascinación por lo primitivo no implicaba un retroceso cultural, sino una manera de contraponer la simplicidad originaria al exceso ornamental de la modernidad” (1967).

De este modo, el primitivismo dentro del historicismo no buscó reproducir templos o palacios, sino formas más modestas y simbólicas que evocaban el comienzo de la construcción humana.

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Grabado de Marc- Antonie Laugier 1795.

La expresión más concreta del primitivismo en el siglo XIX se encuentra en una serie de tipologías arquitectónicas específicas que se difundieron en parques, jardines y paisajes románticos. Estas no eran construcciones utilitarias en el sentido estricto, sino espacios de contemplación, de paseo y de experiencia estética.

Cada tipología se convertía en un modo de hacer visible lo que se entendía como el origen de la arquitectura.Una de las formas más emblemáticas es la choza primitiva, inspirada directamente en la teoría de Laugier. Representaba la idea de lo esencial: cuatro troncos que sostienen un techo de ramas, la forma más pura de habitar. En muchos jardines se construyeron pequeñas cabañas de madera o piedra, a veces de manera rudimentaria y otras con gran cuidado artesanal, pero siempre buscando transmitir una sensación de contacto con los orígenes.

Como señaló Laugier, “la choza primitiva es la verdadera base de la arquitectura” (1753), y en el siglo XIX esta idea se convirtió en un símbolo materializado en espacios de ocio y retiro. Otra tipología fundamental fueron las grutas y cavernas artificiales. En los parques románticos europeos se fabricaban con piedras naturales o con materiales que las imitaban, como el cemento pintado o el estuco. 

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Estas grutas no eran simples decoraciones: podían recorrerse, servir de refugio momentáneo o incluso contener fuentes y cascadas artificiales. Al entrar en ellas, el visitante experimentaba una sensación de misterio, de sublimidad y de contacto con lo salvaje.

Collins explica que la fascinación por lo primitivo estaba ligada a “la posibilidad de oponer la simplicidad originaria a los excesos del progreso” (1967), y la gruta era el espacio perfecto para ello, un contraste con la monumentalidad urbana de la época.

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Las ermitas y cabañas solitarias fueron otra manifestación recurrente. Generalmente se situaban en rincones apartados de los parques, construidas con piedra bruta, madera o techos de paja. No estaban pensadas para un uso religioso real, sino como espacios simbólicos de retiro, asociados al ideal de Rousseau del “buen salvaje” en contacto con la naturaleza. Su presencia evocaba un retorno a la vida simple y contemplativa, lejos del bullicio de la ciudad industrial.

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Las falsas ruinas completaban este repertorio. Se levantaban muros incompletos, templos semiderruidos o torres truncas que parecían restos arqueológicos. No se trataba de ruinas auténticas, sino de escenografías deliberadamente diseñadas para producir melancolía y una reflexión sobre el paso del tiempo.

En parques como Painshill en Inglaterra o en el Trianon de Versalles, estas ruinas artificiales se convirtieron en hitos visuales cargados de romanticismo, capaces de “dar historicidad” a un paisaje diseñado en plena modernidad.

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Finalmente, los puentes rústicos representaban la unión entre la arquitectura y el recorrido pintoresco. Construidos con troncos, ramas o piedras sin labrar, ofrecían al visitante la ilusión de atravesar un entorno salvaje. Además de cumplir una función práctica en el trazado de los jardines, reforzaban la atmósfera de rusticidad y primitivismo. En conjunto, estas tipologías configuraban un paisaje arquitectónico en el que lo importante no era la utilidad ni la monumentalidad, sino la experiencia estética y emocional.

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La choza, la gruta, la ermita, las ruinas y el puente componían un repertorio simbólico que devolvía al hombre urbano del siglo XIX una imagen de sus orígenes, un contacto ficticio pero poderoso con la naturaleza y lo primitivo.

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Drystone en Breuil, Dordogne Francia

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Gruta de Constitución - Buenos Aires

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Ermita de la Gualupita - Barrio de Santa Cruz

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Ruinas Fingidas - Jardin Público de Évora, Portugal

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Puente de Miravete - España

El auge del primitivismo en el siglo XIX debe entenderse dentro de un contexto más amplio. En medio de la industrialización y el progreso técnico, las élites buscaban espacios que evocaran lo natural y lo originario. Los parques románticos europeos, como Stourhead, Schönbusch o Buttes-Chaumont, se convirtieron en escenarios donde estas tipologías se multiplicaron. Frente a los grandes resurgimientos académicos (neogótico, neoclásico), el primitivismo representaba una corriente marginal pero significativa, que ponía en valor la simplicidad y la rusticidad como un refugio frente a la modernidad.

El Primitivismo en el siglo XIX fue mucho más que un repertorio de formas pintorescas en jardines: constituyó una manera de pensar la arquitectura desde la nostalgia y la reflexión sobre los orígenes. En medio de la industrialización y la modernidad, estas construcciones buscaban recuperar una imagen de lo natural y lo esencial, en contraste con la monumentalidad académica de la época.

Dentro del historicismo, el primitivismo aportó una visión distinta: no se trataba de imitar grandes estilos históricos, sino de regresar a lo elemental, a lo primero. Su valor radica en haber mostrado que la arquitectura también podía ser un lenguaje simbólico y emocional, capaz de despertar en quien la recorre sentimientos de asombro, melancolía y conexión con la naturaleza. En este sentido, el primitivismo ocupa un lugar singular en la “batalla de estilos” del siglo XIX: no como una corriente dominante, sino como un recordatorio de que toda construcción tiene un origen humilde y esencial, y que ese origen puede seguir inspirando nuevas formas de imaginar el habitar.

Arena de playa
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             Choza de madera

Evoca al origen, cuando el humano primitivo usaba las ramas para construir refugios.

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       Choza de piedra

Representa el uso y la mimetización de la piedra con su entorno.

Arena de playa

Bibliografía :

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Rapoport -Vivienda y Cultura -1968

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Calatrava Escobar - El mito de la cabaña Primitiva en la teoría arquitectónica de la ilustración -1991

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Peter Collins -Los ideales de la arquitectura Moderna 1750-1950 -Capítulo quinto -primitivismo y Progreso -1970 

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Primitivismo y arte primitivo -Estela Ocampo -2002

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GRUPO 2 - Prof: Martin y Victoria

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